Cumbres Borrascosas tiene como escenario la arisca geografía del condado de Yorkshire, en Inglaterra. Para Emily Brontë, esos desolados parajes se convirtieron en una prolongación de sí misma, sólo allí pudo vivir, y por ellos sintió una pasión primitiva, esencial, que inevitablemente debía reflejarse en su obra. La impenitente caminante que conocía palmo a palmo los páramos que circundan la aldea de Haworth, esa muchacha delgada, de largos brazos y adustos modales, eternamente replegada sobre sí misma ("Ojalá Emily tuviera la cualidad de ser tratable", ironizó su hermana Charlotte), levantó de cada terrón de tierra, de cada racha de lluvia, de los inhóspitos matorrales y del viento hudizo de Yorkshire a los personajes de Cumbres Borrascosas. Todos ellos actúan guiados por el odio más recalcitrante y por el amor más extremo; se sienten capaces de llevarlos consigo hasta la muerte y, de ser posible, hasta el más allá. No conocen las medias tintas, las ambivalencias, los respiros. Sumergidos en un clima espectral, tenebroso, las cuatro mujeres y los siete hombres sobre los que gira la historia de Cumbres Borrascosas, jamás se permiten un toque de humor; a todas las cosas y a todos los hechos les conceden un halo trágico que, en algunos pasajes, sobrecarga el pasaje hasta el paroxismo. Sólo el extraño talento de la autora puede conseguir que esos caracteres terribles, que tienen la fuerza de los fenómenos meteorológicos, que se adornan con toscas maneras y duras costumbres, no se extravíen en la asfixiante atmósfera en que se mueven.
Resulta prácticamente imposible, dado el misterio que rodea todo lo concerniente a la vida de Emily Brontë (al parecer, de vivencias muy limitadas y de pasiones siempre escondidas, sino inexistentes), explicar los mecanismos psicológicos que la indujeron a crear personajes tan extraños y complejos, y a ubicarlos en un clima tan realista y fantasmagórico a la vez. En toda la novela sólo hay un detalle que permite adivinar sus afinidades con Heathcliff; es cuando éste le dice a Nelly: "Mi espíritu está tan eternamente recluido, vuelto hacia adentro, que a veces estoy tentado de volverlo hacia afuera, hacia alguien."
Cumbres borrascosas aborda una sucesión de violencias, un desfile de sombras y de fantasmas alimentados por el el rencor y la desdicha. Heathcliff y Catherine Earnshaw, los dos enamorados sobre los que gira la acción, sólo saben entregarse a los peores tormentos. Como a la Francesca y al Paolo de Dante, la tortura del amor insaciable los confundirá en "la bufera infernal che mai non resta", la tempestad infernal que nunca se detiene. Un pecado más grande e insalvable que le carnal los martiriza sin cesar: se han arrancado el alma del cuerpo, y ya para siempre vivirán en esa terrible división. Se sienten _y se saben_ condenados a no poder reunirse jamás, y cuando Heathcliff se entera por boca de Ellen Dean de que Catherine ha muerto, exclama: "¡Ojalá despierte entre tormentos!". Más tarde agrega: "¡Y ahora, yo rezo una oración... La rezaré hasta que se me paralice la lengua! Catherine Earnshaw, ¡que nunca encuentres descanso mientras yo viva! Dices que yo te he matado: ¡que tu sombra me persiga, entonces! La sombra de las víctimas persigue a los asesinos. Yo sé que en la tierra hay fantasmas. ¡Quédate siempre a mi lado..., toma cualquier forma..., vuélveme loco! Pero no me dejes en este abismo en que no puedo encontrarte. ¡Dios mío! ¡Es indecible! ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!"
De esta compleja _y algo sofisticada_ tortura, se puede responsabilizar a Catherine (curiosamente, Emily Brontë alivia su castigo, ya que hace que muera antes que Heathcliff). Ella era consciente de que él era su alma; sin embargo, se atrevió a poner un obstáculo entre ambos _es decir, a alejarse de su propia alma_: Linton. A pesar de haberse convertido en su esposa, él nunca le inspira grandes sentimientos; interiormente lo desprecia, lo subestima porque sólo ha sabido apropiarse de su carne, y no vacila en compararlo con el follaje de los bosques que el tiempo transforma y destruye. Una nadería al lado de ese amor desesperado que siente por Heathcliff, que es "como las rocas inmóviles." En el colmo de su desdicha, exclamará: "¡Soy Heathcliff! Él está siempre, siempre, en mi espíritu; no como un placer, como yo no soy un placer para mí misma, sino como mi propio ser... Sea cual sea la substancia de nuestras almas, la suya y la mía son iguales; y la de Linton difiere tanto de las nuestras como un rayo de luna difiere de un relámpago." A pesar de ello, y como ya hemos observado, se casa con Linton, y cuando comprende que se ha traicionado a sí misma, sólo desea la muerte. En voz muy baja se atreve a reprochar a su marido _cuyo carácter es radicalmente opuesto al de los dos enamorados, que son fogosos, ardientes, obstinados, imperiosos, impulsivos, propensos al vértigo y la cólera_ el que no sea capaz de ganar su propia alma; a lo mejor así podría salvarla. Pero su queja no parece más que una discreta forma de mantener las apariencias: su castigada alma no ve más que a Heathcliff, ese extraño sujeto que se ha alimentado de odio, que ha vivido revolcándose en él toda la vida, a pesar de haber sido criado por los padres de Catherine.
Heathcliff, cuando pierde a su amada, su único bien, ya está condenado al infierno. Se vengará de los Earnshaw y de los Linton; será brutal, despiadado, si se quiere aún más huraño y feroz, pero nunca deja de creer que en su propia destrucción puede existir una forma de reencuentro _o al menos de acercamiento_ con el ser amado. Supone que la eternidad, cuya cara visible es la muerte, a lomejor es más propicia para su volcánico y frustrado amor. Por eso alimenta durante largúisimos dieciocho años el fantasma de Catherine; lo alienta la dudosa esperanza de que si los cuerpos no se amaron sobre la tierra, tal vez puedan fundirse debajo de ella. Con Catherine se ha ido su vida; ya jamás conocerá la armonía, nunca podrá gozar de la discreta música de los elementos. En el fondo, ni siquiera sus más terribles represalias tienen sentido, puesto que ningún odio puede ser tan importante como el amor fracasado.
En el prefacio de la segunda edición de Cumbres Borrascosas, publicado después de la muerte de Emily, en 1850, Charlotte Brontë intenta justificar y, en menor medida, explicar la severa prosa de su hermana, su ardua imaginación, increíblemente dotada para penetrar en la psicología de las pasiones anormales. Admite que el salvajismo de los pobladores de Yorkshire puede resultar chocante al lector que no conoce la región, llama la atención sobre un cierto exceso en el tratamiento de los personajes _en especial el de Heathcliff_ y anota que sobre la novela flota "un horror de tinieblas", que allí se respira una electricidad de tormenta. Sus apreciaciones son justas y delicadas; sólo tienen un defecto: no echan toda la luz que se necesita para comprender el raro genio de la taciturna Emily, que supo hacer de su única novela, Cumbres Borrascosas, un clásico de la literatura universal.
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